Hay algo en el aroma del café que nos lleva de vuelta en el tiempo. ¿No te ha pasado? Un sorbo y de pronto estás en la cocina de tu infancia, escuchando el chisgueteo de la leña o el murmullo de una olla vieja sobre el fogón. En Veracruz, donde el café ha sido más que una bebida —un lazo entre generaciones—, los abuelos tenían sus formas de prepararlo, rituales sencillos pero llenos de alma. Hoy, cuando todo va tan rápido, te invito a rescatar esas costumbres perdidas, a preparar un café como lo hacían ellos, con las manos, el corazón y un puñado de granos que saben a historia.
El café de olla: un canto a la tradición
Si alguna vez visitaste una casa en las tierras altas de Coatepec, seguro viste una olla de barro humeante sobre la estufa. El café de olla es un clásico veracruzano, una receta que no necesita máquinas brillantes ni cronómetros. Todo empieza con agua, una rama de canela y un trozo de piloncillo —ese dulce rústico que se deshace lentamente—. Cuando el agua hierve, se añaden los granos molidos, gruesos como arena, y se deja que la magia ocurra. No hay prisa: el fuego bajo hace que los sabores se fundan, que el café de Veracruz revele su carácter terroso y especiado.
Según el antropólogo mexicano Arturo Gómez-Pompa, en su libro Las raíces de la cocina mexicana (2003), este método tiene raíces prehispánicas, adaptado luego con ingredientes coloniales como la canela. Los abuelos no medían con cucharitas exactas; confiaban en el instinto, en el olor que llenaba la casa. Prueba esto con granos de Don Justo: su tueste profundo resalta en la olla, dándole cuerpo a esa bebida que sabe a recuerdos. Sírvelo en una taza de barro y verás cómo el pasado se sienta contigo a la mesa.
El filtrado manual: paciencia en cada gota
Antes de las cafeteras eléctricas, en los hogares veracruzanos se usaba un método más lento pero igual de encantador: el filtrado con tela. Necesitas una bolsa de manta —como las que usaban para colar el queso— o un colador sencillo, un poco de agua caliente y café molido no tan fino. Los abuelos ponían el café en la tela, vertían el agua poco a poco y dejaban que gotease en una jarra. Era un acto de paciencia, casi meditativo, mientras el vapor subía y el aroma inundaba el aire.
Este ritual tiene eco en muchas culturas, pero en Veracruz adquirió un toque especial con los granos de Coatepec, conocidos por su sabor equilibrado y su dulzura natural. Un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM, 2010) sobre tradiciones rurales señala que estos métodos manuales preservaban mejor las notas del café, algo que las máquinas modernas a veces diluyen. Si lo intentas, notarás cómo el proceso te obliga a estar presente, a cuidar cada paso. Es un café que no solo se bebe, se vive.
La fogata: cuando el café era un cuento
En las noches frías de las sierras veracruzanas, los abuelos llevaban el café al aire libre. Encendían una fogata, ponían una olla vieja sobre las brasas y molían los granos a mano con un molcajete o un molino de madera. El crepitar del fuego, el sonido del grano al romperse, el silbido del agua hirviendo: todo era parte del ritual. Luego, lo servían en tazas desiguales, a veces con un chorrito de aguardiente para calentarse el alma.
Esta costumbre, que aún sobrevive en algunos pueblos, no era solo para beber café; era para compartir historias. Según el historiador Enrique Florescano en Memoria mexicana (1994), las fogatas eran espacios de comunidad, y el café de Veracruz, con su intensidad, acompañaba esas charlas largas bajo las estrellas. Imagina preparar así unos granos de Don Justo: el humo de la leña se mezcla con las notas tostadas, y cada sorbo te cuenta algo del pasado.
Rescatando el ritual en casa
¿Y si trajéramos un pedacito de eso a nuestras vidas? No necesitas una fogata ni una olla de barro —aunque sería un lujo—. Empieza con lo básico: elige un café de Coatepec, de esos que llevan el sol y la neblina en su esencia. Si vas por el café de olla, busca una olla pequeña, canela y piloncillo en el mercado. Para el filtrado, una tela limpia o un colador viejo bastan. Y si te animas a la fogata, hazlo en el patio una noche despejada.
No se trata de precisión, sino de intención. Los abuelos no usaban termómetros ni balanzas; ponían el alma en cada paso. Un artículo de Journal of Ethnology (2018) explica que estas prácticas tradicionales fortalecen nuestra conexión con la comida y, por ende, con quienes fuimos. Así que apaga el celular, enciende la estufa y deja que el café hable. En cada taza hay un eco de Veracruz, un guiño a esos días en que el tiempo no corría tan deprisa.
El café de los abuelos veracruzanos no era solo una bebida; era un ritual, un respiro, una forma de estar juntos. Hoy, cuando todo es instantáneo, preparar café así es un acto de rebeldía suave, un regreso a lo simple. ¿Te animas a intentarlo? La próxima vez que huelas esos granos molidos, cierra los ojos: quizás escuches la voz de alguien que solía prepararlo para ti.